Argentina

Antología de poetas del ochenta

von Daniel Fara

Luis Benítez, Santiago Espel, Juan Carlos Moisés, Esteban Moore, Osvaldo Picardo y Mario Sampaolesi son seis poetas argentinos cuya diversidad curricular no es sólo la obvia consecuencia de sus diferencias naturales sino también el producto, nada paradójico, de una serie de coincidencias significativas.

 

En primer lugar se verifica un rechazo común al gregarismo artificial que predomina en el medio. No han suscripto juntos ningún manifiesto, no los ha reunido movimiento alguno ni los ha incluido la típica publicación colectiva en la que los textos podrían intercambiarse bajo los nombres de sus autores sin que nadie se diera cuenta. Todos ellos han evitado ese esprit de corps tan adecuado a las reuniones de consorcio como temible en posición de justificar la organicidad de un agrupamiento crítico.

 

Que estos poetas no han en ese juego lo saben y lo dicen ellos mismos. Nuestra generación fue un puñado de hombres solos (Benítez);

 

No estamos aquí para 

consolarnos 

unos a otros

(Espel)

 

Sustraídos al caos del universo 

sin contratos ni plazos 

(Picardo)

 

Lo dicen ellos mismos y vale aún más porque al expresarlo trascienden el registro autobiográfico. La conciencia de ser independientes nunca ha significado en sus obras un pretexto para la autocontemplación; en vez de eso se ha constituido en material productivo, poético, en textualidad que nos llega desde poemas donde la enunciación aparece sustituida –y no enmascarada- por la locución:

 

en escenarios iluminados -ellos 

frasean su respuesta –en el armónico plisado de unos sonidos 

(Moore).

 

Un segundo sistema –doble- de afinidades se constituye en la captación y el empleo de las referencias literarias. Cada uno a su manera, pero animados por criterios semejantes de selectividad y ruptura, los seis han privilegiado a la lírica norteamericana del siglo XX como espacio de recurrencias. La impronta de autores como Edgar Lee Masters, Wallace Stevens, William Carlos Williams, Archibald MacLeish, e.e. cummings, Allen Ginsberg, Lawrence Ferlinghetti, Raymond Carver y Charles Bukowski marca sus textos de un modo variado y peculiar; en ningún caso se trata de influencias y sí, en cambio, es notorio el trabajo de reescritura y funcionalización realizado a partir de los modelos. El objetivo es claro:

 

introducir temáticas y resonancias para poner en situación de extrañamiento a toda una serie de tenaces convenciones que afectan a la poesía argentina. Así, el costumbrismo, la introspección narcisista, el coloquialismo, los espiralamientos metafísicos, el surrealismo de segunda mano, los desvaríos ideológicos, el formulismo erótico/amatorio y otras tendencias endémicas pasan, por vía del discurso referido, al plano paródico y, una vez allí, tanto se resignifican irónicamente como llegan a recuperar el valor emotivo que expresaran antes de topicalizarse o deformarse. Moisés, por ejemplo, se vale de Williams y de cummings para transformar el apunte costumbrista.

 

Meter en un poema a la vecina 

y a sus gatos negros 

más de veinte 

no es particularmente poético 

pero no me quería olvidar de anotar 

en algún lugar 

con mi puño y letra 

que los veinte 

o más gatos negros que ella tiene 

nos traen suerte.

 

Sampaolesi redimensiona, a un tiempo, el paisajismo y la meditación existencial con recursos tomados de Stevens y de Jeffers.

 

Aquella especie de erosión desintegra 

desintegraría junto con la voz, el grito; 

el aullido será sería desde el pozo, desde ese 

dolor alambrado: esa membrana elástica 

cubre como larva, como niebla. 

esperanza maníaca.

 

La nostalgia tanguera y el surrealismo envían ecos inesperados cuando Moore los interrelaciona en una visión turbia, sarcástica, próxima a las de Bukowski:

 

bogey la mira a través del humo del cigarrillo 

para comentar lentamente como sólo él puede hacerlo 

con la entonación propia de un reo del abasto 

“muchachos… ella algún día lo comprenderá…

carlitos se nos ha ido para siempre…”

 

Benítez, por su parte, encuentra el tono justo para dar sentido nuevo a la poesía amatoria y a la reflexión ideológica.

 

Nuestra generación fue un puñado de hombres solos 

una pizca de mujeres destruidas, 

un manojo de nadas sin zapatos, 

el racimo de las viñas de la ira. 

Yo que agonizo 

me permito evocarte aunque mi recuerdo 

te cause asco, nena, asco profundo.

 

Las remisiones a Steinbeck y a Faulkner desdramatizan la enunciación pero a la vez facilitan el fluir de esa emotividad oscura y distanciada que sostienen los blues y que Ginsberg condujo a lo largo de su célebre Aullido. Cabría preguntarse ahora por qué la lírica norteamericana, y no otra, fue la elegida por estos poetas como precipitante o catalizadora de sus operaciones. La respuesta no es fácil pero podría intentarse una hipótesis.

 

En los últimos cincuenta años nuestra sociedad se fue apartando con brusquedad creciente de los modelos europeos para aceptar, incondicional y acríticamente la influencia de los Estados Unidos. Ahora bien, ese giro no implicó una decisión voluntaria, fue más bien una captación cuidadosamente regulada por el país de origen. De esta forma, lo que adoptamos fue –es- una cultura de exportación, bien diferenciada de la que, en la metrópoli, tuvo no sólo coherencia interna sino, además, puntos de profunda disidencia con la visión expansionista.

 

En otros términos, no puede hablarse, en nuestro caso, del modelo norteamericano sino, al revés, de un filtro que nos mantiene alejados de sus rasgos verdaderamente imitables. Si el fenómeno es cirscuncripto al campo de la poesía argentina, habrá de comprobarse poco más que una imitación superficial de tan convencionales como las vernáculas. Esta imitación, por otra parte, revela una gran ignorancia lectora con relación a poetas estadounidenses relevantes, como los mencionados más arriba.

 

Ante todo esto, la introducción de esos autores importantes, por parte de otros, nacionales, que no han querido elitizarse como “iniciados” y que desean expandir su patrimonio, puede ser apreciada como una corrección necesaria, no vinculante sino liberadora, ya que, ahora sí, es el producto de una elección consciente, manejada con sentido crítico a favor de una renovación de la escritura.

 

A partir de ella surge un tercer punto de coincidencia. La intención de reactivar discursos vaciados por la retórica llevó a muchos autores de los ochenta y de los noventa al punto sin retorno de la ilegibilidad. Algunos, los menos, deliraron vanguardistas, mientras otros, que se decían postmodernos, participaban, sin entender muy bien de qué se trataba, en la falacia del transvanguardismo. Ambos defraudaron a los lectores y no porque introdujeran formas nuevas, acordes con un mundo que había cambiado (directamente no hubo tales formas ni la intención de producirlas), sino porque escribieron a pesar del público, dando por hecho, tal vez, que ese público ya no existía, que cada poeta se había convertido, inexorablemente, en su único lector. Nuestros seis poetas no se contentaron con quedar afuera de esos desvaríos, vieron en ellos el emergente de un problema serio de comunicación que se aplicaron a corregir con su propia escritura ya que para ellos el público nunca dejó de existir.

 

Ese hombre en casa de chapa 

mira la luna redonda 

en la ventana cuadrada. 

Aprende sin saberlo 

la geometría y la pintura, 

la rotación de los astros 

y el humor del clima 

(…) 

Mezcla palabras 

y mira el piso de tierra. Piensa 

hace cuentas menores 

y alisa la mesa. Silba. 

(…) 

No sabe que el silencio de la noche lo pone melancólico. 

Tampoco sabe que mañana 

llevará el poema en el rostro. 

(Santiago Espel).

 

A la hora del poema, Quintiliano, te ponés algo inquieto. 

Mirás un gorrión entre las mesas vacías 

dando saltos y picotazos. 

Un pedazo de pan, más grande que él, lo atrajo 

y una y otra vez 

intenta elevarse con todo su peso. 

A dos centímetros de tu inmovilizado zapato cae 

por pura casualidad aquel objeto de tanto esfuerzo 

y como él 

la gravedad que inquieta tu poema.

(Osvaldo Picardo).

 

En los textos aparece la idea de una lírica preverbal, relacionada con lo que Foucault denominara el orden en bruto de las cosas. Esa condición irónica del mundo puede poner al poeta en estado de perplejidad si éste no se decide a reformular su papel en el contrato de lectura: pocas preguntas pueden ser contestadas pero todas pueden ser compartidas como inquietudes de la especie. El hombre que lleva, sin saberlo, el poema en el rostro y el gorrión que da lecciones con total inocencia de su función preceptiva no vienen a testimoniar en contra de la escritura; en vez de eso, respaldan la propuesta de una relación más consecuente entre el poeta y el público.

 

Dicho sea de paso, la cuestión de “llegar” al lector se ha considerado, con frecuencia, abusiva, como un problema metalingüístico, solucionable con meros ajustes de código. Sin embargo, desde la pretensión mesiánica de dar “un sentido más puro a las palabras de la tribu” hasta las concesiones –por nadie requeridas- del pietismo, el sencillismo y formas análogas, la historia de la poesía registra tantas variaciones en la encodificación como fracasos comunicativos; una y otra vez –sobrante y aburrido ante la obviedad, o fugitivo de los pedagogos- el lector ha quedado fuera de las experiencias. La función metalingüística es inimputable: la inquietud ante la inefabilidad de las cosas sería, en todo caso, un problema referencial, un viejo y querido problema que los buenos escritores y lectores no quieren, en el fondo, resolver porque de él nacen el misterio y la polisemia imprescindibles para que la poesía no pierda su poder de contagio.

 

Bajo estas condiciones, en vez de inventarse un público o de pretender educarlo, ya que cree en su existencia, el poeta coherente con su arte busca al lector para comunicarle, a través de las palabras, impresiones que por su intensidad merecen ser compartidas y atesoradas luego por la memoria intersubjetiva.

 

La poesía es un balbuceo que el tiempo amplifica (Espel);

quién no tuvo una lengua donde ésta 

produce sonora la mejor onomatopeya 

(Moore).

 

Se han comentado ciertas elecciones compartidas y, en un encuadre más formal, podrían agregarse otras (el registro minimalista, la monocromía del tono, el uso peculiar del dialogismo, la expansión hacia campos léxicos poco explorados por el discurso lírico) pero entendemos que lo dicho basta para valorar estas coincidencias, no puntuales ni programáticas, como respuestas coherentes a reclamos concretos formulados por la lírica argentina. Declinando el efímero consuelo que ofrece el mal menor, estos seis espíritus independientes han potenciado su singularidad en un encuentro ético-estético que si no tiene nada de forzado menos aún podría ser atribuido al orden de lo aleatorio.