Inca rock (El Cóndor no pasa más)

De la ‘música loca’ al main stream cholo

por Julio Mendívil

El adjetivo moderno señala según el diccionario todo lo perteneciente al tiempo del que habla. Desde esa perspectiva la música andina moderna es aquella que se compone en la actualidad, incluso, con moldes tradicionales. Lo moderno, empero, ha devenido en un sentido de oposición a lo clásico y de apego a la tecnología. En el Perú se entiende como música moderna la música pop y sus vertientes. El presente artículo pretende mostrar la irrupción de lo pop en el cancionero andino.

 

Los Beatles tienen la culpa, aunque más de un esotérico lo cargue a la cuenta de la ‘Era de Acuario’ y su influencia sobre las costumbres humanas. En todo caso era el tiempo del pelo largo y los barbudos de Sierra Maestra hacían noticia en La Habana sin que uno terminara de entender si se trataba de guerrilleros, de gobernantes, de los últimos cavernícolas o de los miembros de una banda rockera. Pero los Beatles fueron los culpables y lo fueron junto con quienes pretendían estar hechos a imagen y semejanza de sus dioses y por ello soltaban sus instintos simiescos sin tapujos ni vergüenzas. Al fin y al cabo, si John Lennon no era más famoso que Jesucristo, era posible confundirlo con éste: ambos llevaban melena, barba, hablaban de amor, de paz y ambos andaban con escolta y un par de feminas.

 

Corrían los años sesenta y las disqueras habían descubierto, mucho antes que los etnólogos, que la endoculturación era más compleja que el manual de instrucciones de la lavadora y que entre una generación y otra habían abismos más terribles que los existentes entre los millones de adolescentes que poblaban el mundo. Alguien debió notar que los países industrializados estaban repletos de Ringos y que ya era tiempo de exportarlos a otros lugares. Así, la EMI y la Apple-Records se lanzaron - entre otros mercados -, a la conquista de Latinoamérica, aunque esta vez sin carabelas ni morriones, sino con LPs y 45 rpm. y unos pelucones por delante. Mas las conquistas - incluso las amorosas - siempre son traumáticas y, al abismo generacional que significó la revolución beat en los países occidentales, en el Perú se unió otro de dimensiones también profundas: el cultural. De la noche a la mañana las emisoras y los programas de televisión se llenaron de tipejos con las mechas sueltas que se movían como tarados al compás de una música frenética, a la par que gritaban en una lengua que no hubieran logrado entender ni los apóstoles el día del pentecostés.

 

Desde entonces un eufemismo de genial factura popular define lo pop como ‘música loca’ en el Perú y eso tanto para los ‘viejos’ como para los provincianos no iniciados en la cultura de masas. Una canción, ‘Ispana rock’, el primer rock en quechua, ha sintetizado dicho sentimiento en los siguientes versos:

 

chaynam kanqa rock’n roll

imam kanqa rock’n roll

umay nanay, wasay nanay,

sikiy nanay, chakiy nanay 

oh, oh, oh!

(qué es eso del rock’n roll

qué es eso del rock’n roll

me duele la cabeza, me duele la espalda,

me duele el trasero, me duele mi pie

oh, oh, oh!)

 

La generación de mis padres conoció a Elvis y a Bill Haley, es cierto, pero no vivió la hegemonía Billboard; en cambio, bailó a lo grande con la Sonora Matancera, con Pérez Prado y Los Compadres, tanto que no dudaría en afirmar que la producción musical fue el mejor aporte cubano a la unidad latinoamericana que soñara Martí, hasta que, como diría Carlos Puebla, llegó Fidel y el bloqueo económico borró la música caribeña de las listas de éxitos y dejó el camino libre a la competencia en tierra firme. A falta de Chachachá, de Mambo y son cubano, buenas fueron ‘La Pollera colorá,’ ‘El orangután’ o ‘La piragua’ y otras cumbias colombianas para mover el esqueleto en el litoral y en los Andes peruanos. Total, Colombia tenía su rinconcito caribeño y la cumbia, una mixtura de ritmos africanos con melodías indígenas que se escuchaba en el Perú desde la década del cincuenta, podía cautivar tanto a los del ‘Highlife’ como a los de inga y de mandinga.

 

Los conjuntos de cumbia tradicional se conforman aún hoy en día de cañas de millo o gaitas, de maracas y diversos tambores africanos. Al igual que Brian Epstein a los Beatles, la industria discográfica enternó a la cumbia y la convirtió en un producto de exportación. A nosotros nos llegaron conjuntos con vientos metálicos, acordeón, contrabajo y percusión africana, muy a la onda de Pérez Prado. A finales de los años sesenta ya existían numerosos conjuntos nacionales de cumbia. Los Destellos, uno de ellos, recurrieron a la onda psicodélica para adornar los covers de sus discos. No sólo eso. La conformación instrumental de dos guitarras eléctricas, bajo y timbales que usaban, recordaba en mucho a los grupos beat que los cuatro de Liverpool habían impuesto en el mundo entero. No había que dudarlo: Su música quería ser también juvenil y bailable, quería ser de alguna forma ‘música loca’.

 

La Chicha

 

En lo musical la pentatonía originaria de la cumbia colombiana se fusionó pronto con melodías andinas igualmente pentatónicas. Uno de los primeros éxitos de Los Destellos fue ‘El Huascarán’, una cumbia con melodía de huayno, dedicada al pico más alto de la cordillera blanca. Sin saber cómo ni cuándo Lima se llenó de grupos como Los Ecos, Los Diablos Rojos, Los Pakines y Los Mirlos, al mismo tiempo que los Andes se llenaban de bandas de metales que alternaban huaynos y cumbias y otros ritmos en las fiestas patronales. Hijos de esa camada fueron ‘La chichera’, de Manuel Baquerizo y muchos otros temas que confrontaban al mundo andino con las nuevas influencias sonoras que les deparaba la radio y el main stream americano. Se trataba de una estrategia andina ya puesta a prueba. Los compositores andinos urbanos, al igual que sus antepasados durante el Virreinato, optaron por la fusión musical mucho antes que a los empresarios occidentales se les ocurriera patentar la ‘World-Music’ o cantar ‘El Cóndor Pasa’ en inglés y con colorete.

 

Sería arriesgado intentar una definición de la ‘música loca’, pues, dicho concepto encierra géneros tan distantes como el rock, el reggae o el tecno o, más aún, todo género difícil de reconocer para un público conservador como el nuestro. La Chicha, la corriente tropical andina de la cumbia peruana, fue, por un corto tiempo ‘música loca’ para muchos de los peruanos. Cualquier campesino habría sentido pánico frente a Tongo, bailando y gritando en camiseta y bañado en sudores con sus 130 kilos balanceándose. Cualquier miembro de la sociedad culta limeña habría creído estar ante la encarnación de un cuadro expresionista de Kokochka, viéndolo saltar en el escenario; y ambos, de alguna manera, hubiesen tenido razón. Pese a ello es la Chicha el único género que ha logrado saltar de la categoría de ‘música loca’ al pedestal de las músicas nacionales.

 

La Chicha fue durante los ochenta, junto con el huayno, el género musical más importante de las grandes ciudades. Mientras la izquierda setentista trataba de meterles por los ojos grupos como Inti Illimani o Quilapallún, los jóvenes provincianos llenaban los bailódromos para moverse al son de las guitarras eléctricas, de los sintetizadores y melodías andinas con una base rítmica africana de tumbas, bongóes y timbales. Querían ser modernos. Y se sentaban sobre los prejuicios. La irrupción de la Salsa, que venía ahora de New York, había arrinconado a la Chicha hacia los sectores más marginales de la sociedad peruana, convirtiéndola en música de puerta falsa y delincuentes. Chacalón, uno de los ídolos de los migrantes andinos, ostentaba con el mismo orgullo su cadena de oro, sus lentes ahumados, su larga cabellera y sus tajos en el pecho; prefería las luces de colores a las claras bombillas de los coliseos y los pantalones acampanados como los que usara Joe Cocker en Woodstock a los de gabardina que lucían la mayoría de sus oyentes. Sus temas, a diferencia de los grupos de protesta que proclamaban una denuncia abstracta, arengaban la migración y cantaban las penurias del desempleado en una ciudad alucinante y deshumanizada como Lima. No cantaba la resistencia de los abajo sino la Saga de la micro empresa y el sueño capitalista de los ambulantes y sus mercancías ilegales.

 

¿Cómo podría haberse insertado entonces en un programa colectivo como el que se esperaba de las culturas subalternas hace diez años en Latinoamérica?

 

La indiferencia general frente al fenómeno de la Chicha, incluso entre los sectores autodenominados progresivos, puso en evidencia qué tan lejos se encontraba el proyecto de modernidad chichero de todos los otros que circulaban entonces. La modernidad de la Chicha se fundaba en la incorporación de elementos de la cultura de masas y en su reformulación dentro de un nuevo contexto urbano. Pero las bicicletas son para el verano, y si Chacalón fue una especie de Mick Jagger andino, Los Shapis fueron Los Beatles cholos por excelencia, los chicos buenos dispuestos a lavarle la cara a la música de los marginales y a conquistar la pluma firme de los intelectuales de izquierda. Mas al asumir un discurso político que no encontraba sustento alguno, la Chicha misma aniquiló todo lo político que tenía.

 

Por otro lado, las exigencias del mercado marcaron muy de prisa el ritmo de la producción musical chichera, deviniendo así su repertorio en un sinfín de lugares comunes, tanto en la temática de las canciones como en las melodías. La enorme creatividad que mostraron los grupos en sus primeras grabaciones contrasta diametralmente con los clones musicales posteriores. Un distraído no sabría diferenciar entre el espacio habitual entre un tema y otro o los consecutivos breaks de una canción interminable. Si al principio la grabación de exitosos huaynos con base rítmica chichera parecía obedecer a la necesidad de reestructurar sus recuerdos desde una perspectiva urbana, más temprano que tarde se reveló como una falta de capacidad creadora y una marcada tendencia al facilismo. No obstante, como toda la modernidad andina, la música de los Andes le debe mucho a la Chicha. No sólo algunas de las versiones más osadas de Huaynos, Santiagos o Huaylarsh u otros géneros tradicionales o novedosos giros melódicos, sino, sobre todo, una actitud diferente frente a la tecnológica que ofrecía la industria discográfica y el mundo pop. Los arpistas del callejón de Conchucos, en la sierra limeña, descubrieron el delay, la reverberación y el flanyer escuchando a Los Shapis y al Grupo Alegría; esas canciones dejaron la puerta abierta para que los músicos populares se encontraran con un bajo, un sintetizador o una batería electrónica en las manos y otorgaran - como profetizara Alejo Carpentier en los setenta - su nacionalidad a éstos.

 

Demasiado pacifistas

 

Muchos grupos rockeros de clase media ya habían intentado recoger elementos andinos en sus canciones, partiendo de la estructura musical de los grupos de rock progresivo, pero para ellos lo andino era apenas un condimento, un recurso folklórico para lograr un estilo peculiar.

 

Preferían mirar al pueblo con largavista y no estropear los mocasines con el lodo de los Pueblos Jóvenes. Era más cómodo. Muy pocos se fueron al monte y se nutrieron de la experiencia musical milenaria andina. Uno de ellos, el legendario grupo El Polen, de los hermanos Pereyra, que inició a Los Jaivas de Chile en el rock andino, aprendieron la música y los instrumentos indígenas con músicos tradicionales, mas, como la utopía hippie toda, estaban condenados al fracaso: Eran demasiado europeos para los indios, demasiado indios para los limeños alienados y demasiado pacifistas para una realidad sedienta de revoluciones. Igual suerte corrieron sus continuadores. El Opio, Del Pueblo o Seres Van, en un país en el cual la música es sobre todo un hecho de afirmación cultural, pecaron de multiculturalidad y se condenaron a los pubs capitalinos para intelectuales o turistas de mochila.

 

La música moderna andina, es decir la música andina contemporánea, aprendió de la Chicha el camino inverso. Zósimo Sacramento, Elmer de la Cruz o Los Gaitán Castro no temen más a la modernidad para componer ritmos peruanos. Todo lo contrario. Cualquier fan de Julio Iglesias podría llevarse un fiasco y confundir el cover de un cantante de huaynos con el del último éxito del ídolo español; la guitarra electroacústica casi ha reemplazado a la clásica guitarra en los conjuntos folklóricos actuales y los cantantes - tan formales antaño - prefieren los micrófonos inalámbricos ahora para poder moverse mejor en el escenario como si no hubiera diferencia alguna entre cantar una chuscada o cantar el último hit de Maná de Mexico. El main stream cholo sacude Lima con más sorpresas que calidad y contagia hasta a los sectores menos esperados. Nadie se hubiese imaginado hace unos años un Micky González, el rockero número uno peruano, al lado de un arpista y una cantante tradicionales, cantando ‘Hojita verde de la coca’ - un huayno clásico - mientras su guitarra marca un Ska; nadie se hubiese imaginado hace unos años que una multitud de ‘niños bien’ pudiera bailar los mismos huaynos que sus empleadas domésticas. Pero los tiempos cambian y si Los Beatles tuvieron la culpa de que los chicheros se hicieran de amplificadores y parlantes, Picaflor de Los Andes, Flor Pucarina y El Jilguero del Huascarán son los culpables de que los ‘locos’ dirijan el rostro a las manifestaciones musicales andinas.

 

Sobre el escenario una banda congrega la atención del público. Se trata de una banda bastante sui generis que reúne rockeros como Pancho Müller (bajo), Mino Meie (batería) y Tavo Castillo (teclados), parias musicales como el talentoso Chano Díaz Limaco (quena, zampoñas, armónica, charango) y músicos tradicionales como el eximio violinista Chimango Lares y el percusionista de música afroperuana Rolando Ramos. Al centro del escenario, emponchado, el culpable de dicha confluencia desenfunda su guitarra y su canto quechua, mientras la gente discute - por las barbas, por los pelos sueltos -, si es Fidel, John Lennon, un cavernícola o Jesucristo. Es Manuelcha Prado, el primer concertista de guitarra indígena y otrora defensor de la conservación de la música tradicional andina, que presenta su última grabación ‘Kukulinay’. Tras los primeros acordes todo está claro: el bardo quiere ir con los tiempos y respaldado por grandes músicos ha osado mezclar huaynos con reggae, con cumbia, con música negra y con lo mejor de la tradición rockera. No faltará quien ponga el grito en el cielo, pero en vano: aquí todo suena a huayno, a tierra adentro, aún cuando los recursos musicales sean foráneos y novedosos por que, lo que con Chicheros y rockeros fue promesa, se muestra una realidad sólida en estos músicos despabilados. Algunos mueven la cabeza en signo de desaprobación. Otros los pies y el cuerpo y se dejan cautivar por los temas del guitarrista y la banda Kavilando. Sólo alguien con un tremendo poder expresivo hubiera podido darle el acento a un proyecto que se distancia de la tradición para renovarla y a la vez extenderla. Manuelcha ha logrado una obra maestra y más aún, que del mosaico de culturas que comparten el suelo limeño, surgiera un Cholywood capaz de convocar una alianza musical de clases. Los Beatles ya no son desconocidos. Manuelcha les ha puesto poncho y ojotas para que se echen a andar por los recovecos de las grandes ciudades; les ha dado suelo y nacionalidad. Por añadidura a los jóvenes andinos ha legado la posibilidad de hacer locuras con la música, en vez de hacer ‘música loca’.