Economía y tiempo de 98

por José A. Martínez Soler

Puede resultar sorprendente para algunos comprobar, gracias a la historiografía moderna, que el pesimismo político del 98 va por un lado y el optimismo económico, por otro. Una representación más de las dos Españas: la España oficial y la España real. Lo que entra en proceso de quiebra en aquellos años, tras el asesinato de Cánovas en agosto del 97 y el desastre militar del 98, no es la economía sino el régimen político de la Restauración, basado en el caciquismo a nivel local y en el turno de partidos a nivel nacional. En ningún caso, puede hablarse de caída significativa en el ritmo de crecimiento de la economía española. Más bien todo lo contrario. Hay, eso sí, una crisis económica estructural (latifundios y minifundios históricos, poca capitalización agraria, bajo poder de compra de una población en su mayoría analfabeta, etc.) que se agudiza cada día porque actúa como freno al fuerte tirón del desarrollo industrial que, a su vez, está provocando cambios en esas estructuras arcaicas. O sea, la situación política empeora mientras mejora la situación económica. Como ahora.

 

Vamos a intentar aprobar, con osadía, pero también con cierta cautela, una de esas asignaturas pendientes que yo llamaría "La sincronía de la economía española y la europea a finales del XIX”.

 

Afortunadamente, desde los últimos años del franquismo, una brillante generación de historiadores económicos, y de economistas que incorporan a sus explicaciones el entorno histórico e institucional, ha descubierto que el modelo de desarrollo español, aunque tardío y lento, no es tan diferente ni fue tan diferente al del resto de sus vecinos europeos. A este respecto, uno de esos maestros, el profesor José Luis García Delgado, destaca tres notas significativas en su análisis comparativo: "La posición de país de segundo orden que tiene España en Occidente, las concordancias que presenta su evolución con la de otros países mediterráneos del continente, así como su plena equiparación al que pudiera considerarse como genérico patrón europeo de crecimiento económico moderno.”

 

¿Es España económicamente diferente?

 

El profesor Gabriel Tortella se pregunta "¿por qué, tras un siglo de inquietante arcaísmo, comienza a modernizarse aceleradamente la población española precisamente con el cambio de siglo?” Desde luego, los datos prueban que "la natalidad y la mortalidad comienzan a caer de modo paralelo hacia 1900 hasta colocarnos hoy cerca de la norma europea”. Pero como dice Joaquín Arango: "La demografía se nutre de los dos principales ingredientes de las novelas policíacas, sexo y muerte". Y muchas veces lleva también ciertas dosis de misterio.

 

A la pregunta ¿es España económicamente diferente del resto de Europa?, Gabriel Tortella nos responde que "la historia económica española presenta peculiaridades, pero, en conjunto, se ajusta bastante al patrón de la Europa occidental meridional”. Vicens Vives resume con gran precisión los rasgos característicos de la economía española en el salto del siglo XIX al XX que nos pueden servir de guía: "Un caso típico de industrialización en un área mediterránea con escasa densidad demográfica, defectuoso reparto del suelo agrícola, débil capacidad de consumo, bajo nivel técnico y notoria deficiencia del sentido económico moderno, en gran parte del pueblo español y en las altas esferas de la Administración.” Que España no es un caso extraordinario o exótico en su desarrollo económico a largo plazo lo muestra la evolución casi paralela de las curvas de renta por habitante de España, Italia y Francia durante los últimos decenios del siglo XIX y primeros del XX. También podemos tomar una foto fija en el cambio de siglo o, si queremos, dos años antes, en pleno desastre del 98. Si tomamos la renta por habitante de Gran Bretaña como punto de referencia, igual a 100, la renta per capita española en 1900 era de 41,2 equivalente a la de Italia, con 41,9, y casi el doble que la portuguesa, con 25,4. Estados Unidos tenía entonces una renta por habitante de 96,7, acercándose a la de Gran Bretaña, seguido de Francia, con un 62,4 y Alemania, con un 59,1 (Prados de la Escosura, 1993).

 

Si recurrimos a la autoridad del profesor Carreras, la evolución del índice de producción industrial y el proceso de desarrollo económico (antes de la guerra civil y de la "larga noche de la industrialización” que supuso la autarquía de postguerra) apenas se vieron alterados por el desastre del 98. "No existe" - según Carreras - "discontinuidad alguna en el ritmo de crecimiento industrial en torno a 1900, ni en torno de 1890 o 1906. (...) Lo que hay en los noventa años anteriores a la Guerra Civil (...) es un largo período de crecimiento, unas veces algo más rápido, otras algo más lento, que da a entender que la tradición industrializadora es larga en España.” Los datos económicos, antes y después del 98, muestran una evolución de la economía española con peculiaridades propias pero, en general, muy semejante a la de sus vecinos e igualmente sensible a la influencia de los ciclos y tendencias del exterior. ¿Qué es lo que nos diferencia tanto de los demás países en el fin de siglo? A primera vista, podría ser el llamado Desastre del 98, la "quiebra del 98” - como la llamó Tuñon de Lara - que dejó a España moribunda o "sin pulso”, como la describió el conservador Francisco Silvela, tras la derrota militar frente a los Estados Unidos y la pérdida de los últimos restos del imperio colonial.

 

Pero ya se encargó Jesús Pabón de recordarnos que el 98 tampoco es algo exclusivamente español sino que es "un acontecimiento internacional” y que, en años distintos y próximos, muchos países sufrieron fenómenos semejantes al nuestro. Basta con citar el reparto de las colonias portuguesas entre Francia y Gran Bretaña poco antes del 98: el desastre de Italia en Abisinia en 1896; el de Francia en Egipto en el mismísmo 1898, y que también conmocionó a todo el país; el de Rusia con la guerra de Crimea o el fin de shogunato en Japón. Se mire por donde se mire, la revisión histórica reciente del salto económico del siglo XIX al XX, realizada con datos estadísticos cada día más elaborados y ajustados a la realidad, nos permite aventurar que España no fue un caso anómalo y excepcional sino muy semejante al resto de Europa y más parecido aún a los países de su 'variante mediterránea'.

 

Posiciones divergentes

 

Por ello, y pese a la insistencia agónica de algunos intelectuales noventayochistas en la exclusividad y singularidad de los males de España y del comportamiento sin par y sin remedio de los españoles, tal excepcionalidad no existe en el campo económico. La evolución de la economía occidental en torno al 98 se parece casi constantemente a la de la economía española que mantiene, con cierto retraso, el mismo modelo de crecimiento y adopta políticas económicas de corte librecambista (desde mediados del siglo) o proteccionista (desde el último decenio) siguiendo las mismas tendencias del exterior.

 

No obstante, en el ámbito político e intelectual conviven posiciones divergentes exageradamente extremistas sobre la propia idea de España y de los españoles - dos extremos, tan españoles. Por un lado, el regodeo exagerado y ciego en el orgullo nacional y en un pasado imperial glorioso y, por otro, el dolor inmisericorde por los males de la patria inculta y atrasada, hurgando sin compasión, como solía Baltasar Gracián, en nuestras heridas históricas. No olvidemos que poco antes del artículo Sin pulso de Silvela en El Tiempo (16 de agosto de 1898), que mostraba un país enfermo, agónico, el diario El País, en un editorial patriotero titulado Cuba yanqui (24-II-98) pedía, sin más, la invasión de los Estados Unidos por las tropas españolas para acabar, de una vez, con el conflicto cubano. Pio Baroja nos ilumina su época de estudiante en 1890, en El árbol de la ciencia, cuando escribe: "España entera, y Madrid sobretodo, vivía en un ambiente de optimismo absurdo: todo lo español era lo mejor”.

 

En el otro extremo del orgullo nacional recordemos, como botón de muestra, esta frase, también muy española, de Mariano José de Larra: "Suponte por un momento, aunque te pese hasta el figurártelo, que eres español”. O aquella otra frase pronuciada por Cánovas del Castillo en las Cortes: "Son españoles los que no pueden ser otra cosa”. En su análisis sobre la búsqueda de sincronía de España con Europa, el profesor Marichal situaría a Larra y a Cánovas, sin duda, en lo que él ha llamado tantas veces el "narcisismo masoquista español”.

 

Pues bien, con estos antecedentes, el 98 fue, según se mire, un desastre o una bendición para los españoles. En todo caso, actuó como un gigantesco despertador de la conciencia nacional, para sacarla de la postración y el ensimismamiento y lanzarla decididamente hacia la europeización. De lo que no cabe duda es que el 98 es un año importante ya que simboliza, para bien o para mal, un punto de inflexión político, económico y cultural en la historia contemporánea de España. La pérdida de la Armada, de las últimas colonias y de sus mercados de ultramar tiene, desde luego, consecuencias negativas - que veremos a continuación - pero tiene también consecuencias positivas.

 

Nuevo rumbo hacia nueva meta

 

Es "como si el llamado Desastre de 1898" - escribe Juan Marichal - "hubiera dado a muchos españoles la energía y la ambición necesarias para intentar devolver a su patria un lugar en la historia de la cultura universal”. Unos años más tarde (1910), José Ortega y Gasset hizo este sintético diagnóstico: "España es el problema. Europa, la solución”. Y uno de los científicos más destacados de la época, el matemático Rey Pastor nos cuenta que "surgió una generación vigorosa y optimista, extrovertida hacia la alegría de la vida, que se propuso reanimar la historia de España por nuevo rumbo y hacia nueva meta”. Y ahí está también "la España de charanga y pandereta” descrita por el grandísimo Antonio Machado a la que opone "la España de la rabia y de la idea”. O su elogio a don Francisco Giner de los Ríos, el mayor impulsor de la sincronía con Europa, aquel maestro que, según el poeta, "soñaba un nuevo florecer de España”.

 

Desmontando otro de los principales tópicos que rodean la visión catástrofista del 98 como algo exclusivamente español, citaré un comentario que ha hecho don Francisco Ayala, en su artículo sobre Galdós en el Parlamento de la Restauración: "Conviene apuntar que el entonces tan denostado caciquismo no fue en modo alguno peculiaridad española; existió al mismo tiempo en otros países, en la Italia meridional y en la propia Francia.” (El País 4.11.1997). Y Ayala nos recuerda una novela de Alphonse Daudet que pinta muy gráficamente el fenómeno caciquil.

 

Consecuencias negativas

 

Como he dicho antes, el desastre del 98 tiene consecuencias económicas y políticas negativas y positivas. No hay duda de que la pérdida de la guerra contra los Estados Unidos, tuvo un primer impacto negativo en la población activa, en la industria, en la agricultura, en las comunicaciones marítimas, en el Ejército y en la Hacienda Pública de España. Muy especialmente golpeó a la industria textil algodonera, principalmente catalana, que perdió los mercados cautivos de las colonias de ultramar.

 

Hasta el 98, las fronteras de Puerto Rico, Cuba y Filipinas estaban fortificadas por aranceles de la metrópoli que desanimaban o impedían la entrada fácil y barata a las islas de productos no españoles. Y al contrario, los productos de sus monocultivos (azúcar, tabaco, etc,) no podían ser exportados libremente a terceros países. Era claramente una explotación antigua e insostenible para los habitantes y para el progreso económico de las islas.

 

Al desaparecer con la derrota la reserva abusiva de tales mercados, los fabricantes de tejidos y otros productos de la península tuvieron que despabilar y dirigir sus exportaciones rápidamente hacia Uruguay, Argentina y otros mercados de América Latina para evitar o mitigar la crisis del 98. En pocos años, ese problema fue subsanado por la agresividad exportadora de los empresarios españoles, ayudados por el ajuste fiscal y el proteccionismo interior, la estabilidad de la peseta y un crecimiento no muy fuerte pero sostenido de la economía española y de la occidental que duró prácticamente hasta la primera Guerra Mundial.

 

La sangría de capital físico y humano, durante varios años de guerra colonial contra la insurrección armada de los independentistas del Caribe y Filipinas, tuvo naturalmente su impacto en la maltrecha Hacienda Pública y en la economía española. Además de los cien mil muertos en campañas bélicas por tierra y mar (en su mayoría pobres que no pudieron pagar la cuota de 2.000 pesetas para evitar el reclutamiento) y la práctica destrucción de su Armada, España asumió un coste enorme en deuda pública emitida para financiar los gastos de la guerra. (Durante los años de la guerra colonial, los ingresos del Estado por redención de la mili en metálico se multiplicaron por cinco, de nueve a 42 millones de pesetas).

 

La radicalización de los militares, frustrados por una derrota humillante que atribuían a los políticos, tendría un coste adicional en los posteriores desastres de la guerra de Marruecos (Barranco del Lobo, Annual, etc.), en la derechización de los jefes y oficiales, en la rebelión y guerra civil contra la II República). Conviene recordar que la guerra contra Estados Unidos estaba perdida antes de comenzar. Por estas circunstancias da la impresión que el Gobierno liberal de Sagasta tenía prisa por llegar cuanto antes a la derrota y a una honrosa capitulación, para evitar, quizás, la caída del régimen de la Restauración y de la Monarquía.

 

Choque entre imperialismos declinantes y emergentes

 

En cambio, el Gobierno de los Estados Unidos, en plena campaña electoral de 1898, con una flota a estrenar y con hambre de imperio, como potencia económica emergente que reclamaba nuevos mercados exteriores en el reparto internacional, tenía prisa por llegar cuanto antes a la victoria. Son momentos claves en la transición de la primera y ya agotada revolución industrial (al estilo británico) hacia la segunda e imparable revolución industrial, impulsada por la innovación técnica, la concentración empresarial y el capitalismo financiero.

 

Como consecuencia de este cambio profundo en la economía mundial, y en la riqueza relativa de las naciones, se produce también una casi repentina carrera armamentista para garantizar el acceso y/o la ocupación de mercados exteriores. El fuerte crecimiento de la producción industrial y el agotamiento de los mercados internos llevó a las potencias emergentes a buscar esos nuevos mercados en América Latina y Asia, principalmente. Pero también la llevó a proveerse de la consiguiente protección lo que, en esos momentos de glorificación del buque metálico de vapor (que pronto pasaría del carbón al petróleo), significaba disponer de una potente flota de guerra.

 

Tras la crisis que enterró las políticas librecambistas y alumbró por doquier una fuerte reacción proteccionista, (que en España se traduce en el arancel de 1892), el choque entre imperialismos viejos y declinantes (Gran Bretaña, Francia o España) y nuevos y emergentes (Estados Unidos, Alemania o Japón) está muy presente en la escena internacional de 1898. Estados Unidos, convertido ya en primera potencia económica y amoratado por la crisis económica que llevó a un cierto pánico en 1893, abandona su aislacionismo y se inclina por las corrientes económicas expansionistas.

 

Además, el ambiente popular norteamericano, alimentado por una prensa belicosa, era claramente intervencionista. El presidente William McKinley, que proclama entonces abiertamente su política del "destino manifiesto”, envía un ultimatum al presidente Sagasta y declara la guerra a España en 20 de abril del 98 para, entre otras razones, evitar una Cuba independiente y una mayor presencia alemana y japonesa en el Pacífico. El 1 de mayo se produce el primer desastre naval en Filipinas, el 3 de julio, el segundo desastre en Cuba y el 10 de diciembre se firma la Paz de París. La derrota y la capitulación estaban descontadas de antemano, pero muy pocos pudieron prever que fueran tan humillantes y tuvieran efectos tan profundos en la moral popular, de las clases medias y de la burguesía emergente. La población española, enardecida y/o engañada previamente por una marea patriotera en la que intervinieron desde la izquierda hasta la derecha, desde republicanos como Blasco Ibáñez hasta integristas carlistas como Vázquez de Mella, quedó postrada en un clima de pesimismo y de catastrofismo. Fueron tantas y tan inevitables las concesiones al vencedor, que nadie sabía, al concluir el 98, cual iba a ser realmente el límite de la derrota. En los periódicos se llegó a hablar hasta de un eventual reparto de las Islas Baleares entre las potencias.

 

Consecuencias positivas

 

Como decía al principio, la política iba muy mal y la economía, bastante bien. Pues bien, entre las consecuencias positivas del desastre del 98 debemos contabilizar lo que Juan López Morillas llama la "crisis de la conciencia nacional”, Tuñón de Lara, la "quiebra del unanimismo de la Restauración” y Joaquín Costa, "el regeneracionismo”. La sacudida política fue tan tremenda que contribuyó a que las fuerzas de producción, bastante dinámicas, erosionaran los valores más tradicionales y arcaicos de España. Todo lo viejo se puso en cuestión para abrir una brecha modernizadora que acercara España a Europa. Podemos decir que el desastre del 98 removió los cimientos de la oligarquía dominante y dió una oportunidad a las nuevas clases emergentes.

 

El movimiento más significativo de aquel momento fue, sin duda, el regeneracista liderado por Joaquín Costa. Su Mensaje y Programa del 13 de noviembre de 1898, al frente de la Liga de Productores, contiene el ideal regeneracionista, todavía con una fuerte carga agrarista a favor de hacer canales y pantanos y resumido en "escuela y despensa” para acabar con el hambre y la ignorancia de los españoles. Según datos de 1887, la mayoría de la población activa está ocupada en la agricultura (66,5 por ciento) mientras que la industria emergente ocupa solo al 14,7 por ciento y los servicios al 18 por ciento. Comienza en esos años el proceso de desagrarización y urbanización de España que, en 1900, tenía dieciocho millones y medio de habitantes.

 

Ramiro de Maeztu habla ya en 1899, en su obra Hacia otra España, de "colonizar la meseta para que así tengan mercados las industrias del litoral, dice que "es la economía y no la política la que puede salvar a España” y hace un canto al capitalismo ascendente.

 

En marzo de 1899, el conservador Silvela sustituye al frente del Gobierno al liberal Sagasta y nombra como ministro de Hacienda a Raimundo Fernández Villaverde, el hombre encargado de sanear las arcas públicas, deterioradas por los cuatro años de guerra colonial. La reforma fiscal de Villaverde - aumentando los ingresos, procedentes de las clases medias, y reduciendo los gastos - tuvo efectos milagrosos sobre el Presupuesto pero provocó la rebelíon de los tenderos y pequeños industriales (con huelgas de contribuyentes y cierre de tiendas) pues no querían pagar los platos rotos de la guerra colonial.

 

Además del ajuste fiscal, Villaverde impulsó unas políticas de fomento de las obras de riego, de construcción de ferrocarriles y de ayudas al desarrollo industrial inspiradas en las demandas regeneracionistas (de política hidráulica, forestal y educativa) tan de moda. La política arancelaria, iniciada por Cánovas en 1891 y reforzada en 1906, protegió los intereses de los cerealistas castellanos, de los industriales textiles catalanes y de los siderúrgicos asturianos y vascos frente a la competencia exterior e impulsó lo que el profesor García Delgado ha llamado la "vía nacionalista del capitalismo español”.

 

El debate sobre si el proteccionismo aceleró o retrasó el desarrollo económico español sigue abierto. El hecho es que, durante los años que rodean el cambio de siglo, en plena crisis del 98, se produce en España un sensible despegue de la industria naviera, eléctrica, cementera y química y se crean numerosas empresas, apoyadas por la inversión extranjera y por la repatriación de los capitales de españoles residentes en América. Todavía hay muchas empresas y bancos vivos (el BHA, Banesto, o medias Gladys, etc.) fundados por indianos en aquellos años.

 

Muchas de las grandes empresas del mundo nacieron a finales del siglo del carbón y del acero o a principios del siglo de la banca, de la tecnología y de las sociedades anónimas.

 

El crecimiento económico español con presupuestos equilibrados, y aún con superávit, durante la década que siguió al desastre destruyó a la vieja oligarquía terrateniente que no supo renovarse y acabó con la tesis de que el atraso económico español - los "males de la patria” según Lucas Mallada” - procedía del "carácter nacional” de los españoles y de sus cuatro pecados capitales (la fantasía, la pereza, la ignorancia y la rutina) que llegaron a atribuir entonces al prototipo de don Quijote.

 

Afortunadamente, las aportaciones de esa brillante generación de historiados económicos a la que me referí al principio han permitido destruir muchos tópicos sobre el siglo XIX y - cómo no - sobre las causas y consecuencias del desastre del 98. El principal de ellos, que ya estamos superando, no sin dificultad, el que Santos Juliá ha llamado ”el tópico del fracaso histórico de España durante el XIX” que tanto alimentaron los regeneracionistas. Don Miguel de Unamuno lo tuvo más claro al defender que la industrialización y la prensa serían los agentes más eficaces para la europeización de España.

 

Bibliografía:

  • Arango, J.: La modernización demográfica de la sociedad española, en: Nadal, J.; Carreras y Sudria (Eds.): La economía española en el siglo XX. Una perspectiva histórica. Barcelona, Ariel, 1987.
  • Carreras, A.: La industria: atraso y modernización, en: Nadal, J.; Carreras y Sudria (Eds.): La economía española en el siglo XX. Una perspectiva histórica. Barcelona, Ariel, 1987.
  • Garcia Delgado, J. L.: Lecciones de Economía Española. Madrid, Civitas, 1997.
  • Pabon, J.: El 98, un acontecimiento internacional, en: Días de ayer. Barcelona, Alpha, 1963.
  • Prados de la Escosura, L.: Spain´s gross domestic product, 1850-1990: a new series. Madrid, Ministerio de Economía, Secretaria de Estado de Hacienda - Documento de trabajo, 1993.
  • Tortella, G.: El desarrollo de la España contemporánea. Madrid, Alianza, 1994.
  • Vicens Vives, J.: La industrialización y el desarrollo económico de España de 1800 a 1936. Barcelona, Ariel, 1960