Derecho a pedalear, derecho a la ciudad

En la Ciudad de México cambian los modos de moverse

Para los visitantes ocasionales de la Ciudad de México que nacieron en la década de los setenta es evidente que el paisaje urbano ha cambiado en las últimas décadas.

por Dr. Vicente Ugalde

En 2017 el aire, si no está menos contaminado, es menos opaco que treinta años atrás, los edificios altos no han dejado de multiplicarse y la omnipresencia de los anuncios de publicidad ha cambiado en tamaño, luminosidad y en sus contenidos. Si pensamos en las opciones para desplazarse, ciertamente una constante salta a los ojos: la saturación de las vialidades, de los medios colectivos de transporte y la tardanza en los desplazamientos. Pero más allá de esa constatación, los cambios son numerosos. Los taxis, generalmente Volkswagen, dejaron su indiscreto amarillo y se vistieron en verde para poder ser llamados “taxis ecológicos” (la mexicanísima versión del greenwashing). Años después fueron sustituidos por los impersonales Nissan cuyo color ha quedado a la merced de cada gobernante. La red del metro aumentó, especialmente durante la década de los ochentas, y los autobuses, aunque no desaparecieron, escasearon durante los noventa. Junto a esta incesante transformación, dos cambios en las opciones de movilidad llaman la atención en la última década: el sistema Metrobus y el creciente uso de la bicicleta, gracias, entre otras cosas, a la oferta de unidades por parte del gobierno local y a la red de ciclovías.

 

El derecho a ser “ciudad frecuentable”

 

El uso de la bicicleta es sin duda producto del activismo incansable de asociaciones y ciudadanos, pero también de la acción del gobierno. La participación de éste en la introducción de la bicicleta como medio de transporte urbano, no parece sin embargo un gesto humanitario ni irreprochable. Las intervenciones para inducir el uso de la bicicleta son un buen ejemplo de la carrera galopante hacia la adopción de políticas que, en abstracto, son intachables, pero que luego que se miran con atención, revelan su condición de artificio para demostrar que sus programas están alineados con lo que se observa en las grandes capitales; dejan ver que su utilización tiene más con un objetivo cosmético, que un propósito firme de transitar hacia un transporte sustentable y hacia la adopción de prácticas que mejoren la calidad de vida de los habitantes.

 

La inclinación de las autoridades por mostrar su espíritu de avanzada no se limita a la visible circulación de bicicletas. En 2016 las autoridades de la Ciudad de México promulgaron una constitución local en la que fueron inscritos una extensa serie de derechos individuales y colectivos que ilusionan a sus habitantes y visitantes.

 

A los fundamentales derechos, a una vida libre, al ejercicio de libertades o a la participación, se suman otros más bien ausentes en las leyes del país, como el derecho al tiempo libre, al espacio público, a la seguridad urbana, a la protección de los animales, a un medio ambiente sano, o bien, los derechos de grupos como las personas en situación de calle, las persona con discapacidad o las personas LGTTTI, entre otros. Esas puntillosas distinciones no omiten, desde luego, otros derechos también individuales y colectivos, como el derecho a la ciudad o a la movilidad.

 

Como la mayoría de las ocasiones en las que se reconoce seriamente un derecho, el documento estableció, en el caso del derecho a la movilidad, la obligación correlativa de las autoridades públicas para que garanticen la movilidad de las personas a través de un sistema integrado y multimodal de transporte. Determinó además una “jerarquía de movilidad” donde son prioritarios, los peatones, en primer lugar y luego, los conductores de vehículos no motorizados; y donde el gobierno deberá privilegiar el desarrollo del transporte público colectivo. Junto con otras medidas, éstas recuerdan cómo los gobiernos de grandes ciudades parecen estar obsesionados por acumular puntos en un checklist, al cabo del cual podrán afanarse de dirigir ciudades que son ejemplo de sustentabilidad o habitabilidad, en las que el disfrute del denominado “derecho a la ciudad” es pleno y, en fin, gracias al cual podrán anunciar incesantemente que están al frente de “ciudades frecuentables” para el viajero transnacional.

 

Promover movilidad y comunicación

 

En efecto, aunque el derecho a la ciudad supondría condiciones que tienen que ver con el acceso a una vivienda conveniente, la oferta de empleos remuneradores, la disponibilidad de atención médica y de seguridad pública sin los abusos policiacos, los responsables políticos parecen preocuparse más por brindar una ciudad bella, amigable con el ambiente y sobre todo por brindar servicios relacionados con la movilidad y la comunicación. Siguen así desarrollándose en numerosas ciudades los taxis eléctricos, el transporte colectivo eléctrico, el sistema Bus Rapid Transit, pero también los servicios de conectividad WiFi, la oferta de movilidad que ofrecen empresas como Uber y Cabify o, en fin, de alojamiento como Airbnb, sin importar que la cobertura de estos servicios se concentra, en su la mayoría, en barrios turísticos o de clases favorecidas. La disponibilidad de bicicletas y ciclovías en la Ciudad de México no escapa a esta tendencia que, como la leyenda de Robin Hood, pero al revés, si no despoja a los barrios de precario ingreso, al menos sí los desatiende para distribuir los beneficios que ofrece la cobertura de servicios de conectividad y movilidad, como el de la bicicleta, en barrios de ingreso medio y alto.

 

Infraestructura: de donde se requiere, a donde se percibe

 

La movilidad en la zona metropolitana de la Ciudad de México descansa en un complejo y frágilmente organizado sistema de interconexiones entre medios de transporte, infraestructuras y vialidades. Diariamente se realizan alrededor de 15 millones de viajes, 70 porcento en transporte público, 21 porcento en vehículos particulares, 5 porcento en taxis, y el resto en motocicletas, bicicletas y otros medios.

 

La inequidad espacial en la cobertura de servicios públicos ha sido claramente identificada por los propios diagnósticos del programa gubernamental de movilidad. Aunque sólo poco más del 21 porcento de los viajes diarios se realizan en automóviles particulares, estos utilizan el 85 porcento de la red vial de tránsito mixto, en donde el transporte público se vale solo del 15 porcento restante. Esta clasificación de los viajes ciertamente no permite ver con claridad lo que, con ingenio y clarividencia, Priscilla Connolly ha subrayado respecto a que, las nociones de “transporte público” y “transporte privado”, muchas veces esconden la transferencia colosal de recursos públicos en beneficio de la movilidad de automóviles particulares y la participación masiva de intereses privados en los sistemas de transporte público.

 

El sistema Ecobici

 

Se suma a esa infraestructura, el sistema Ecobici y los 170 kilómetros de infraestructura para la circulación de bicicletas, si bien, muchos de ellos no están interconectados y otros tantos se encuentran en condiciones simplemente intransitables, sea por el desafío físico que representa su pésimo diseño, sea porque ponen al ciclista a disputarse la vía con los vehículos automotores. El gobierno local se ufana de que Ecobici le coloca como el primer lugar en un ranking de ciclociudades durante los últimos tres años. Este sistema, en operación desde 2010, pone bicicletas a disposición de los usuarios a cambio de un pago único anual de 400 pesos (cerca de 20 dólares).

 

Actualmente cuenta con más de 6.000 bicicletas en 452 cicloestaciones que se conectan con la infraestructura de transporte público. Son 233.000 los usuarios de este programa, de los cuales 104.000 activos, que según el gobierno acumulan 38.8 millones de traslados. En el documento que presenta este programa, “Ciudad de México. Hacia una Ciudad ciclista”, se lee que, aunque los traslados en bicicleta no representan si quiera 1 porcento de los que se hacen en la metrópoli, la oferta de bicicletas públicas es de 2 por cada 10.000 habitantes, tasa superior a la que ofrecen ciudades como Buenos Aires (1.1), Santiago (0.2) o Medellín (1), lo que ha convertido a la ciudad de México en referencia de política de movilidad en bicicleta. En cambio, poco se habla respecto al nivel socioeconómico de la población beneficiada por esos servicios. Se menciona que el usuario promedio de este programa tiene entre 25 y 34 años, es soltero, con estudios superiores y que uno de cada dos, vive en el polígono en el que se concentra el programa. Esta caracterización del usuario promedio sugiere, como atinadamente lo ha observado Ruth Pérez en un artículo de la revista Espacialidades, que se está dando un cambio, una inversión en la percepción hasta hace poco cargada de prejuicio, sobre el ciclista urbano; sin embargo, también abona en la idea de que el esfuerzo de ese cambio no beneficia a esa población que necesita del servicio, sino a esa que lo hace visible y deseable.

 

No solo es fashion urbano

 

Las medidas para incitar el uso de la bicicleta en la Ciudad de México no se limitan, por fortuna, al portentoso programa Ecobici sino que incluyen otras menos visibles pero quizá socialmente más urgentes y razonables: se trata de los biciestacionamientos, espacios para colocar bicicletas en estaciones del Metro de zonas de la ciudad con niveles de ingreso significativamente más inferiores a esos en donde opera Ecobici. En la estación Pantitlán, por ejemplo, puerta de entrada al populoso municipio conurbado de Nezahualcóyotl, en el oriente de la ciudad, se cuenta con uno para 400 bicicletas; otro similar ha sido construido en la estación del Metro La Raza al norte de la ciudad, y cerca de 2000 biciestacionamientos se localizan en estaciones de transporte público y en espacios públicos de toda la ciudad.

 

Las razones para aplaudir las medidas para incitar el uso de la bicicleta son tan diversas que no podríamos referirlas ampliamente aquí: aunque solo en trayectos cortos se puede hablar de disminución en el tiempo de traslado, en general puede aludirse que el uso de la bicicleta mejora el ambiente, la calidad del aire y, en general, la cara y la habitabilidad de la ciudad. Las dificultades de generalizar el uso de este medio y para disminuir el uso de vehículos automotores individuales son, sin embargo, mayores: no solo se trata de modificar las opciones que, en sus dilemas cotidianos enfrentan los ciudadanos que tienen automóvil, entre utilizarlo o recurrir a la bicicleta, o al transporte público; se trata también de incitar a que los transportes individuales sean utilizados de forma más racional. Las encuestas que se realizaron 1996 enseñan que la ocupación promedio de los vehículos particulares en la metrópoli es de entre 1.21 y 1.76 personas por automóvil; y más allá de la asociación de la posesión y uso individual del automóvil a su estatus social, que tanto interpela a los especialistas, es la ausencia de oferta de transporte público con condiciones mínimas de confort y seguridad, lo que condena al transporte público a ser una respuesta insuficiente para inducir un cambio global en las prácticas de movilidad en la metrópoli.

 

Derecho a la movilidad

 

En la extensa superficie de la Ciudad de México y su zona metropolitana todavía se ve lejano el día en el que, como lo pretende su reciente estatus constitucional, pueda disociarse el disfrute de un derecho a la movilidad, del derecho a poseer y utilizar un medio individual de transporte, motorizado o no. Entre tanto, buscando embellecerse, enverdecerse, interconectarse y, en fin, volverse frecuentable, la ciudad no deja de moverse: aumenta sus vialidades, construye edificios, renueva avenidas y plazas, pero al mismo tiempo se satura de vehículos, de anuncios, de contaminantes, de crimen, y de desigualdades, comprometiendo su habitabilidad. Parecería que, como quien conduce una bicicleta, las autoridades de la ciudad pedalean incesantemente para no caer, pero más que moverse hacia algún destino, se pierden en una trayectoria circular que sólo posterga el momento de la caída.

 

Dr. Vicente Ugalde es doctor en derechoy profesor-investigador del Colegio de México.

 

 

"Son prioritarios los peatones, en primer lugar, y luego, los conductores de vehículos."

Infraestructura de movilidad en la Ciudad de México:

• Metro y Tren Ligero: 251 km

• Carriles exclusivos: 162 km

• Tránsito mixto: 10.000 km

Tipos de transporte:

• Rutas de transporte público: 108

• Centros de transferencia intermodal: 45

• Red de Transporte de Pasajeros: 75 rutas, 860 autobuses

• Sistema de microbuses: 23.000

• Taxis: 100.000 + servicios como Uber, Cabify, “taxis

ejecutivos” (sector informal)

"Se está dando un cambio, una inversión en la percepción hasta hace poco cargada de prejuicio, sobre el ciclista urbano."