Que dieran los saltimbancos,/ a poder; por agarrarme,/ y llevarme como mounstruo/ por esos andurriales“, decía Sor Juana Inés de la Cruz en el horizonte social del virreinato de la Nueva España. Mucho tiempo ha transcurrido entre la mexicana y la argentina Alfonsina Storni, mas el mismo sino las encuentra en la certeza de que son transgresoras y su palabra poética crea un estremecimiento desusado en los otros. Así, Alfonsina, en el horizonte social de 1918, publica en su segundo libro El Dulce Daño, el siguiente poema:
„¿ Qué diría?“
Decidme, amigos míos: ¿la gente qué diría
Si en un día fortuito, por ultrafantasía,
Me tiñera el cabello de plateado y violeta,
Usara peplo griego, cambiara la peineta
Por cintillo de flores, miosotis o jazmines,
Cantara por las calles al compás de violines,
O dijera mis versos recorriendo las plazas
Libertado mi gusto de comunes mordazas?
¿Irían a mirarme cubriendo las aceras?
¿Me quemarían como quemaron hechiceras?
¿Campanas tocarían para llamar a misa?
En verdad que pensarlo me da un poco de risa.
El último verso mediatiza la propuesta de Alfonsina, la burla y el calificativo de „ultrafantasía“ condenan a sueño el desafío en una especie de „si es no es“ en el que se juega al ocultamiento, pero se apuesta a la verdad. En ese trasiego está apresada Sor Juana, entre los clarososcuros de los códigos barrocos y los círculos del silogismo. Ella también es, dice ...“diversa de mí misma/ entre vuestras plumas ando,/ no como soy, sino como/ quisisteis imaginarlo“
La palabra de estas escritoras está atrapada en una lógica epocal que les es adversa, ocultarse es más bien una estrategia comunicativa, aunque dolorosa, para quienes erigen la palabra en acto liberador. Sor Juana se expresa desde la celda de un convento, tras las contradicciones que le trae el ser monja; Aurora Dupin tras el nombre de George Sand, como Enma de la Barra, tras el de Cesar Duayen; Virginia Woolf y Victoria Ocampo se convierten en editoras de sí mismas. ¿Es que Alfonsina también se oculta? ¿Cómo hace para expresarse? Ella podría responder : „Gasto una piel postiza que la listo de gris.../ me causa cierta risa mi pico fiero y torvo,/ que yo misma me creo para farsa y estorbo“. Sin embargo, el juego no es tan sencillo, la tensión no la oculta, sino la revela en lo diferente, entre consumidores que solo hacen alianzas eventuales desde sus parapetos.
Alfonsina Storni está en ese intermedio epocal y estético que a veces ha querido verse como simple acotación entre dos ismos: el modernismo y la vanguardia. Pero el postmodernismo no sólo hizo fundaciones, sino que apresó, en medio de sus rechazos, mucho de lo que el modernismo daba de turbulencia creadora a la vanguardia poética. En ese plazo histórico crece cualitativa y cuantitativamente el discurso femenino con la certeza de que la mujer no sólo es guardadora, sino individuo pensante. No es extraño entonces que la voz femenina sea tan representativa a partir de la década del 10 de nuestro siglo y que en la primera fila se destaque, como iniciadora en la poesía, Alfonsina Storni, junto a Delmira Agustini, Juana de Ibarbourou, Gabriela Mistral, Eugenia Vaz Ferreira, Dulce María Loynaz.
Como fundadora, Alfonsina remodela la colocación de la voz femenina que se ocultaba antes entre telas barrocas, o bajo la idealización romántica, más bien como objeto delicado que en pocos momentos se objetiva a sí mismo como sujeto problematizado, como es el caso singular de Gertrudis Gómez de Avellaneda. Pero tras la idealización de la mujer imposible del romanticismo, el modernismo había erigido la idealización de la mujer posible, con aquella onda expansiva de erotismo que estalla en Rubén Darío: „Carne, celeste carne de la mujer „Arcilla/ -dijo Hugo-, ambrosía más bien, ¡oh maravilla!“ Mujer como fruto, más que como semilla, es la idea persistente, aunque se produzca la impresión de una cierta distancia, de una contemplación de la mujer de mármol, como aquellas Dianas de formas mórbidas, pero estáticas.
Acaso lo que ocurre es que aquella Diana se mueve y baja de su pedestal; ella misma hablará desde su carne o desde su espíritu y contemplará al hombre. Las confesiones de amor en la voz de la mujer desconciertan a la crítica, irrumpen en el pudor establecido, no encajan en los valores comunicativos. Es insólito que las Dianas hablen, pero aquella se sabía hacer oír.
En medio de las tensiones comunicativas y las propias íntimas, Alfonsina debe buscar un ajuste, reacomodar la voz y colocarla en una perspectiva del discurso. Entre esos movimientos reflexiona críticamente y se autorreflexiona como en una subjetividad escindida, es una manera de aparecer y encubrirse, de proyectar la imagen infractora y mediatizarla. En su poesía este forcejeo se evidencia en motivos reiterados como recursos tropológicos, tras los cuales se califica al sujeto. Estos elementos connotan el transcurrir poético, los pasos de su evolución, los tanteos del alma de aquella mujer que había llorado una lágrima cuadrada y bebido la de la madre como veneno de una ancestral resistencia ante el abuelo y el padre. Estos motivos pertenecen al mundo sensorial del cuerpo y la naturaleza.
En sus primeros libros La Inquietud del Rosal y El Dulce Daño (1918), Alfonsina parece más bien una pintora primitiva, por la alusión a un mundo primigéneo de nobleza y frescura. „¿Dónde estará lo que persigo ciega?/ -dice- Jardínes encantados, mundos de oro/ Todo lo que me cerca es incoloro/Hay otra vida. ¿Allí cómo se llega?“ Un mundo anhelado se vislumbra en otro espacio espiritual y metafórico: es el lugar para florecer.
Alfonsina parece que no quiere nombrar la plenitud de los encuentros con el amado o su discordia, la metáfora sensorial se ocupará de esconderlos tras enlaces entre elementos a los que da un significado común: manos y panales, dedos y flores, miembros y alas. Estos son vehículos de la metáfora que hermosean los encuentros y le dan al amor un sentido trascendente, como si quien habla se asustara de la carnalidad de su deseo.
Al propio tiempo el cuerpo se esconde tras los ojos, la lengua, las manos, la boca. La parte representa a la totalidad del cuerpo presentido, como las flores y los frutos al árbol. „Soy esa flor perdida que brota en tus riberas“, dice en su libro de 1919 Irremediablemente. En ese poemario medita su responsabilidad histórica de lograr la plenitud, como ser flor; se acendra el énfasis en la boca como abismo, la boca como umbral del amor: „No me miréis la boca porque podéis quemaros“, y se convence de „Que darse es una forma de la altura“.
La mujer de esos versos ha estado forcejeando con su erotismo. Ambos, agazapados se transparentan, pero no intentan escabullirse, sino saltar afuera., El ocultamiento devela entonces una búsqueda más sutil, la de unificar en un solo anhelo plenitud espiritual y carnal, largamente sancionada esta última por los códigos sociales si de la mujer se trata y, expresar aquel encuentro en la unidad del sujeto con palabras conocidas, pero que eran potestad de un logos masculino. Descubrirse es una reconciliación de las partes escindidas de sí misma y en su libro de 1920 Languidez, aparece el verso contundente, de resonancias lorquianas: „Era un cuerpo de luna sin gobierno“. Así, mostrar el cuerpo y atrapar la totalidad del esfuerzo espiritual son cosas que se producen al unísono; y cuando el salto hacia afuera empieza a realizarse, esa mujer no se compara con motivos florales, sino con un animal enjaulado, ella es como el león, dice: „Como tú contra aquella jaula mil veces he saltado./ Mil veces, impotente, me he vuelto a acurrucar.“
Fiera o mujer en desafío, empieza a prescindir del lenguaje embozado en la naturaleza y cuando reaparece en Ocre, su libro de 1925, se presenta así: „Heme otra vez aquí, pomo vaciado“ Ella misma hace notar el cambio entre la obra que inicia este poemario y la anterior, que califica de „...mi primer modo, sobrecargado de miles románticas...“ Su lenguaje se desplaza hacia los objetos contagiándose con la cosificación que ya usaba la vanguardia poética. Cierta imaginería que recuerda Lunario Sentimental de Leopoldo Lugones, asalta a este libro, antes que fuentes ultraístas, que aparecerán en los dos últimos libros. Pero aquí se opera una desnudez cuidadosa en el detalle, sensual en sus registros aunque se refiera a una estatua: „Tallado en mármol, la cintura fina,/ los muslos estallantes...“. Y, cuando describe el cuerpo femenino dice:
Un bosque de oro crece en sus blancas axilas.
De los árboles rompe la yema fina y nueva.
Su boca es de la muerte la tenebrosa cueva.
Su risa daña el pecho de las aves tranquilas.
Pasó ayer a mi lado, las caderas redondas,
Los duros muslos tensos soliviando las blondas,
Los labios purpurados, y miedo tuve al verla...
Alfonsina mantiene su miedo a la energía física donde no aliente el alma, es una dura lucha y antigua, que casi paralelamente vive también Ramón López Velarde en su poesía, aunque con otras fuentes y tonos. Ella revela sus desacuerdos:
„Soy superior al término medio de los hombres que me rodean, y físicamente, como mujer soy su esclava, su molde, su arcilla. No puedo amarlo libremente: hay demasiado orgullo en mí para someterme. Me faltan medios físicos para someterlo“
Superioridad seguramente manifiesta en sensibilidad e inteligencia que ronda sus definiciones cuando ya no es „tronco de árbol“, ni „flores de cardo“, ni „pelusilla dorada“, sino „... planta humana...“ por donde „se escapan y me cubren los alocados versos“. La palabra sensible e inteligente la salva en un ámbito de liberaciones y por ella se desplaza nueve años después hacia Mundo de siete pozos (1934), para potenciar la imagen casi impresionista de la cabeza humana. Allí, la boca largamente acariciada antes con sensualidad es ahora „... el cráter de la boca/ de bordes ardidos/ paredes calcinadas y resecas;/ el cráter que arroja/ el azufre de las palabras violentas...“.
Ese viaje hacia la cabeza marca una intelectualización del mundo, y un cambio en la metáfora que transita de los enlaces sensoriales a los afectivos, cuando se produce el encuentro con un cuerpo más abarcador como el de la ciudad, presentida en el poema de su segundo libro, „Cuadrados u ángulos“. Entonces los términos usuales se llenan de otro sentido: „florecen puntas de acero...“, la „Boca perdida en el vaivén del tiempo... y la naturaleza designa recintos de enajenación: „la selva de casas“... „Moles grises que caminan/ hasta que los brazos/ se les secan/ en el aire frío del sur“.
Por ello su último libro, Mascarilla y trébol (1938), es pavorosamente hermoso en sí mismo y en la consideración del tránsito poético de Alfonsina; su encuentro es con un cuerpo-mundo, pero ella va sin miedo y descubierta, aunque las bocas sean „negras“, „rotas“, „acartonadas“, „la garganta de nieve“ y se presienta en el sueño una „Máscara tibia de otra más helada“.
Nada sería más injusto ahora que dejarla fija en un veredicto, cuando ella los desafió a todos y mucho de lo que defendió aún debe ser defendido. Ella soñó cantar „por las calles al compás de violines“, como después haría Violeta Parra con su guitarra solitaria; y soñó el peplo griego que más tarde usarían las recitadoras, propagando con voz femenina los versos femeninos de Alfonsina, y aires de adas y serpientes doradas mordiéndoles el brazo; y soñó el cabello plateado y violeta que luego enarbolarían las muchachas Punk. Alfonsina gravita en las aguas del tiempo, entró por la boca de esas aguas, iba con su voz completa, y florece.
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