Una casa en la Vega

Federico García Lorca y la Huerta de San Vicente

por Carlos J. Guerrero Ramos

Este 98 ya casi mediado es también el centenario de Federico García Lorca. La que sigue es una descripción apresurada de uno de los escenarios de su memoria: la casa de campo en la que compuso algunas de sus mejores obras, aquélla en la que pasó sus últimos veranos, la última casa de la familia que lo vio con vida en el del 36, el verano fatídico de su asesinato.

 

La renovada casa de la Huerta de San Vicente es blanca y verde: blanco el enlucido hiperrealista de los muros; verde oscuro las puertas, las ventanas y las falsas vigas que adornan el alero del tejado. Las tres mecedoras de la entrada, con su loneta de cuadros blancos, pardos y rojos, son las mismas que aparecen, ocupadas por los García Lorca y sus allegados, en tantas fotografías. Dos granadillos flanquean la puerta y en la terraza cerrada hay tres pitas también dispuestas como en las fotografías antiguas. San Vicente Ferrer, el feroz antisemita y martillo de herejes que tan mal supo proteger a los habitantes de la casa en el 36, sigue impasible en su hornacina.

 

Ya en el interior, unos arcos abiertos en los tabiques comunican la sala baja con la escalera y el comedor. La casa es amplia, fresca y clara, la mayoría de los muebles, originales, del estilo castellano tan caro a las clases acomodadas de la época; las alfombras de esparto se alternan con otras tejidas, más elaboradas; y cuesta resistirse a la tentación de sentarse, siquiera un momento, en el coqueto diván -florecitas blancas sobre fondo azul- situado frente al ventanal. De las paredes cuelgan un gran espejo, una tabla para quesos, grabados magníficos del siglo XVI, un retrato de Isabel y otro de Concha... Una trampilla bien disimulada comunica comedor y cocina; ésta es una cocina de campo, con sus vigas sin desbastar, su hornilla económica de carbón y sus cobres.

 

Hasta aquí una descripción más que somera de sólo una mínima parte de los objetos expuestos en las estancias que conservan un carácter más familiar. Porque, en la misma planta baja, en la estancia de la izquierda -y luego en todo lo que resta de casa-, Federico se erige en figura dominante de tal modo que uno diría que solamente él vivió allí. En efecto, entre otras muchas cosas, aquí están su piano de cola flanqueado por dos decorados para teatro de guiñol pintados con témperas sobre papel de estraza (en uno de ellos resplandece un precioso naranjo-Sol con dos ojos), una marinera rubia fumando en pipa de Dalí de hermosa línea clara, cuatro figurines dibujados por el propio Federico para la Cueva de Salamanca, el retrato mil veces reproducido de un Federico resacoso pintado por Gregorio Toledo, la gramola -la voz de su amo-, su título de bachiller y, sobre todo, el cuadro del uruguayo Rafael Barradas de título tan premonitorio como lorquiano: Luz Negra de los Pistoleros.

 

Subimos los peldaños de fábrica protegidos por mamperlanes de la escalera y nos dirigimos a las salas de exposición propiamente dichas, las que fueron los dormitorios de los padres y las hermanas de Federico y un aseo: demasiado hay expuesto en ellas como para que lo que yo pueda escribir aquí no suene anecdótico, fragmentario y diletante; así que no me queda más remedio que asumir mis limitaciones -y las de este escrito- y, a vuelapluma, nombrar apenas (parte de) las impresiones que me han producido su visión y su lectura. Hay fotografías felices, manuscritos y dibujos, pruebas de imprenta, ediciones varias y en varios idiomas del Romancero Gitano, un Generalife de exquisita caligrafía dedicado por Juan Ramón Jiménez a Isabel García Lorca y una ratita de cuerda y una naranja-alfiletero que -me cuenta el poeta Javier Egea, guía excepcional- no podían faltar en el escritorio del poeta. Escribía y dibujaba Federico a lápiz o plumilla y, puestos a hablar de impresiones, si una impresión clara y distinta me produce la contemplación de la miscelánea objetiva expuesta, es la de continuidad entre dibujo y letra; continuidad de trazo evidente, el trazo infantil que le reprocha su madre en carta fechada en noviembre de 1920 y que es responsable de sus seis suspensos en caligrafía, la misma línea clara y a veces trémula de sus dibujos; pero también, me atrevería a decir, continuidad más trascendental de idea, continuidad dual por cuanto encierra el gusto por lo diminuto y la mayor complicación conceptual dentro de un mismo estilo evocador, vanguardista y aparentemente despreocupado pero de honda raigambre popular (Deseo de las Ciudades Muertas y Paseo de una Avispa por mi Cualto, así, subrayado y con l, sólo por poner un ejemplo). Me dice Egea a propósito del Teorema de la Copa y la Mandolina que Federico prefería dibujar los poemas que se le resistían. Parece claro, en cualquier caso, como afirma Francisco García Lorca en Federico y su mundo, que la afición por el dibujo llegó a constituirse en parte esencial de su personalidad, como quizá demuestre el hecho de que acabó dibujando su propia firma (y más cosas, hay expuestas dos dedicatorias desde Buenos Aires muy hermosas) "en una última liberación de la caligrafía".

 

Mucho se ha escrito sobre los poemas expuestos y resultaría prolijo añadir más en estas pocas hojas, pero he de referirme, de un modo u otro, a las Gacelas o Casidas del Diván del Tamarit, por la cercanía de la Huerta del Tamarit -de donde les viene el nombre y el carácter arabizante- y por las tachaduras en los manuscritos que dan testimonio de sus dudas acerca de cómo llamarlas, Gacelas o Casidas. De entre los Romanceros, me llamaron poderosamente la atención la edición brasileña del 57, con sus guardias civiles, y la hebrea, sin fecha, que exhibe en su portada el Parque dibujado por Federico, que a mí me sugiere más bien un bosque lleno de misterios (y de peligros). Y tampoco puedo dejar de mencionar el manuscrito de Granada (Paraíso cerrado para muchos) fina y trascendente reflexión estética y social (genial en un muchacho de veinte años).

 

Por fin entramos en el dormitorio de Federico: allí están su cama y su colcha, su Virgen de los Siete Puñales, la Estampa del Sur que Rafael Alberti le dedica en 1924, el cartel de la Barraca con su rueda de carro y su máscara... y el escritorio sobre el que se fraguaron tantas de sus obras. ¡Y el balcón! El balcón al que sin duda alude en su canción Despedida:

Si muero,

dejad el balcón abierto.

El niño come naranjas.

(Desde mi balcón lo veo.)

El segador siega el trigo.

(Desde mi balcón lo siento.)

¡Si muero,

dejad el balcón abierto!

Los naranjos los están replantando. En cuanto al segador, poco trigo hay ya en esta tierra yerma de hormigón y separada de lo que queda de Vega por una carretera de muchos carriles y más tráfico (otro amor imposible). No se ven ya desde la Huerta de San Vicente, cegada por la muralla de bloques de Arabial, ni Granada ni la Alhambra. Por fortuna, la especulación inmobiliaria no ha podido suprimir la esplendida vista de la Sierra, de la majestad lejana del Pico Veleta.

A la salida, me dirijo a la antigua casa de los guardeses, hoy convertida en oficina del museo, y me encuentro con una gratísima sorpresa: una fuente ¡con agua! Agua que sirve para apagar la sed; no es ya el agua viva que riega y canta, que sufre y gime que cantara Federico, pero es la única en los alrededores que no obedece al juego de agua, al vacío espectáculo versallesco del parque convencional en que han convertido a aquel paraíso rural, ese lugar en el que había "tantos jazmines en el jardín y tantas damas de noche que por la madrugada nos da a todos en casa un dolor lírico de cabeza, tan maravilloso como el que sufre el agua detenida", como escribía nuestro poeta a Jorge Guillén en septiembre del 26. Junto a la fuente hay un par de rosales, geranios y una madreselva abrazada a un níspero; enfrente, la palmera, el laurel y el almez que ya estaban ahí cuando Don Federico García Rodríguez compró la casa hace ya más de setenta años; y los cipreses enlazados que plantaron Francisco y Federico. Es un milagro que la huerta haya logrado sobrevivir a tantos años de abandono y, tal vez, sólo por ello ya deberíamos sentirnos dichosos.

 

Referencia bibliográfica y nota informativa

Son legión los títulos que se ocupan de la obra y los sitios lorquianos. Hay uno, sin embargo, al que le corresponde un lugar de privilegio, singular y entrañable: la vida y obra de Federico García Lorca contada por su hermano Francisco García Lorca:

GARCÍA LORCA, FRANCISCO. Federico y su mundo. Madrid: Alianza Editorial, 1980.

La Huerta de San Vicente es hoy una casa-museo y se encuentra en el recinto del Parque Federico García Lorca de Granada. Éstas son sus señas:

Huerta de San Vicente

Casa-Museo Federico García Lorca

Calle de la Virgen Blanca, s/n

18004 Granada, España

Tel. y fax: 00-34-58-25 84 66